jueves, 12 de noviembre de 2009

-Las guardo.

-Cuando vuelvo a ver su cara entre las de la gente, en el aeropuerto, apareciendo después del viaje. De regreso. Después de quince años juntos y de tantos viajes sin mí. Lo veo y lloro otra vez. Cada vez.
-Cuando mi hija me enlaza imprevistamente con los brazos y las piernitas. Sin venir a cuento me susurra al oído que me quiere. Dice te quiero como yo nunca se lo he dicho a mi madre. Sabedora del efecto que causa. Le gusta hacerme llorar así. De amor.
-Y río después, cuando nos abrazamos y el llanto se va retirando. Y ya no vuelvo a llorar hasta el próximo reencuentro en el aeropuerto. No lloro cuando se va. No río mientras no está. Y tarda quince días en borrárseme la sonrisa cuando compartimos todos esos días. Borrárseme, qué tonta.
-Y río cuando miro en sus ojos que mi niña ha conseguido su propósito. Y río más aún cuando ella ríe al confirmar que mis lágrimas están rodando.
-Y cuando estoy sola y me acuerdo de él. Ni río ni lloro.
-Y cuando la imagino repentinamente muerta. Muerta de una muerte estúpida que debería penalizar a la muerte para siempre, se me congelan todos los fluídos y los gestos. Ni río ni mar.
-Basta...
-Sí.
-¿Te importa que quitemos las fotos de ahí?
-Sí, mejor. Pero no las tires.
-Las guardo.
-Sí, guárdalas. Y dime dónde.
-Claro.


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