¡No sabes las ganas que tengo de verte!
Aquí estoy varado, sin plata y sin fe...
¡Quién sabe una noche me encare la muerte
y, chau Buenos Aires, no te vuelva a ver!
Enrique Cadícamo
-Tango. La pareja viajera fue a ver el concierto del Quinteto Real en el Torcuato Tasso (compartieron mesa con una pareja de desconocidos); a ella se le cayó el primer lagrimón instantes después de la primera nota. Subieron a tocar sólo dos canciones Horacio Salgán y Ubaldo de Lío. Salgán -el flaco, el piano- tiene noventa y cuatro años. De Lío -el gordo, la guitarra-, tal vez tenga unos ciento ocho. Pero al piano y a la guitarra parecen lo que son, dos grandes músicos con historia saliéndosele por los dedos. (se despidieron de la pareja desconocida con quienes sólo brindaron y se despidieron.) Cenaron en el Club Social, un sitio que les recomendó su amigo F. Les gustó todo. Hasta la tarjetita que les trajeron con la cuenta. Él contuvo un gracias a la camarera, recordando lo que le había pasado el día anterior con el camarero de la parrilla. (volverían la última noche, y se encontrarían con que la oscuridad era total en toda la calle. Sólo podían ofrecerles ensaladas. Se tomaron a risa la absoluta oscuridad argentina.) Pidieron un taxi porque el barrio estaba oscuro. La pareja se mueve por la entrañable ciudad entre la iluminación precaria y la imprevista oscuridad total. La oscuridad argentina. La medialuz porteña. El oscuro taxista, tarareando con sentimiento un reguetón salido de la radio, no ayuda a tranquilizarla a ella. ¿O el taxista del reguetón fue el de la madrugada del primero de enero? Pasaron la noche de fin de año con su amigo F y su familia. Lo pasaron muy bien. Una de sus perras sobrellevó los largos minutos de explosiones de cohetes desatada a las doce metida en la bañera, el otro perro enfrentándose rabioso al ruidoso ente proveniente de la calle, defendiéndonos de la alegría (o el alivio esperanzado de haber llegado al final, de seguir aquí, allí.) de los demás. Salieron a caminar por Puerto Madero, ese invento que quedó bien. Un sitio que no existía, que era maleza y río, hace veinte años, cuando él se fue a un sitio que sí existía, en su familia, en las cartas, y, comenzó a saberlo hace veinte años, en su futuro. Hablaron acerca de las diferentes maneras de celebrar la llegada del año nuevo. O de despedir el viejo. Acá ni uvas ni campanadas. Más ruido. Menos luz. Calor. Se acostaron a las cuatro de la mañana. Pactaron la intensidad del aire acondicionado de la habitación del hotel -disfrutan tanto de esos sitios impersonales, de paso-. Perdió él. Ella cree que ganó él. Desde la ventana del hotel se ve el obelisco. Y el horrendo luminoso atrezzo navideño que le han puesto. Apagan la luz. Duermen felices porque nadie apaga la luz por ellos. Los amigos L y M, y sus dos hijas, los llevaron nuevamente a Puerto Maderio, esta vez de día. Alegría por estar con ellos. Si necesitas familia él te recomienda a sus amigos. El viajero aspira una especie de razonablemente bucólico sentimiento familiar que le encanta. L y M eran amigos también de su amigo N, también conocido como El Negro (en Argentina no es necesario ser de raza negra para que te llamen negro), pero ya no lo son. Hubo intento, hubo fracaso, de reunificación. El Negro les hace un asado, en la misma parrilla de su casa de la última vez. Lo importante es el ritual, dice hoy como repitiera hace dos años. Tiene razón. Beben una botella de vino español (Rioja) que aporta la pareja, antes de dar el primer bocado a la carne. Y otra, de vino argentino (uva Malbec, Mendoza) durante el asado. Con chorizo, mollejas y chinchulines, que, después de la inminente visita al médico, el colesterol del viajero recordará entre lágrimas. Qué rica la carne del ritual.
-¿Qué es esto, un diario?
-Yo qué sé.
-¿En tercera persona?
-Buenos Aires dos.